EL
ALMA
Según Platón, cuando el cuerpo muere, su alma sigue viviendo eternamente.
Aristóteles pensaba distinto. Decía que el cuerpo y alma son indisolubles, son
únicos. Si el cuerpo muere, muere también el alma.
Camino
del alma: el infierno, el purgatorio y el paraíso
En Vito, como en la mayoría de los pueblos, creemos en la idea platónica
del alma. Cuando una persona muere, sus restos son llevados al panteón sabiendo
que su alma vivirá para siempre. Por esta razón es que cuando alguien muere, lo
entierran con sus utensilios personales. Atavían al cadáver con sus ropas más
predilectas de la que en vida fue. No dejan de ponerle su sombrero y su zapato
u ojota preferidos para protegerlo al alma de las inclemencias del largo e
ineludible camino hacia “el más allá”, descrito por Dante Alighieri. Si el
difunto tenía en vida, por ejemplo, un caballo de uso personal, debía ser sacrificado
para que le acompañe a su alma en la eternidad.
Conversaba yo con mi paisano Epifanio de esta costumbre de sacrificar
animales preferidos del fallecido y en son de broma le dije: _¿Así? Y si el
fiel perro de Eleuterio se muriera antes que él, ¿sacrificarían también a
Eleuterio para que le acompañe en la eternidad al alma de tan digno animal?
Epifanio contestó diciéndome: _No pues, animal!, primero es la persona humana!
Todos
los santos
En la festividad de “Todos los santos”, en honor al alma de “todos los muertos”,
es costumbre en Vito ofrecer al alma comidas y bebidas de las de mayor
preferencia del fallecido. Para los niños resultaba un festín la mesa con todo
tipo de comidas preferidas del difunto (cancha, ccapi, mote, habas face,
charqui canca, año, papa sancochada, etc., etc.) y previo rezo del Padrenuestro
que aunque no lo sabíamos de largo, bastaba
sólo murmurarlos, los niños disfrutábamos de la comida del alma. Así, al
final, no era el muerto sino nosotros, los vivos, los que nos beneficiábamos de
la variada “comida del alma”.
Siendo nuestra creencia de que “cuando el cuerpo muere, el alma vive
eternamente”, acostumbramos ir a los cementerios para reunirnos con la
inmortalidad de sus alma de los seres queridos que ya se fueron, porque sabemos
(creemos) que sus espíritus están ahí; y en efecto ¡están ahí! Yo suelo visitar
a mis padres que están en el cementerio y “converso” con ellos, con sus almas. ¡Están
ahí sus espíritus!
Misa en
honor al alma
También acostumbramos hacer Misa en honor al alma del que en vida fue. Debo
confesar que no soy partidario de ir a Misas de difunto. He notado que algunos
–por no decir la mayoría- en la Misa se esfuerzan en poner compungidos sus
rostros y sin realmente sentirlo decir el cliché “mis condolencias”. Pura
hipocresía. Y lo más probable es que en vida ni siquiera estuvieron a su lado
ni le profesaron amor o amistad. Prefiero, antes que asistir a las misas,
recordar haber tenido la oportunidad de ir su lecho de enfermo, de haber
ayudado cuando en vida algo necesitaba, haberlo compartido mi amistad, haberlo
abrazado. Hace poco me enteré que uno de mis pocos amigos había fallecido,
reniego que no me hayan pasado la voz cuando estaba enfermo, lamento no haberme
interesado en él en este último año aún por la poca distancia que nos separaba.
En lugar de ir presuroso a la Misa, lo que hice es encontrarme conmigo mismo y
en silencio “conversar” con su alma del difunto y, en ese trance convertido en oración,
expresar el dolor de su partida.
En una ocasión, mi paisano Eustaquio me invitó a una Misa en honor del
alma de un familiar suyo. Según me enteré después, Eustaquio no lo veía hace
muchísimos años ni se había interesado activamente en vida del difunto. Después
de la Misa pasamos a su casa donde había abundante comida y cerveza y, como es ya
habitual, terminamos con la Huaylía.
El alma
según Aristóteles
El gran filósofo Aristóteles, como decíamos, pensaba distinto a Platón
acerca del alma. Sostenía la teoría de que
“si el cuerpo muere, muere también el alma”. Esto significa que cuando el
cuerpo muere, o como dicen mis paisanos, cuando una persona “estira la pata”,
¡todo se acabó! Pero como el cuerpo no se convierte instantáneamente en tierra (“de
polvo eres y en polvo te vuelves”), había que depositar los restos (o despojos)
del difunto en el cementerio; o lo que es más dramático aún: cremarlo, o sea, ¡quemar
al cadáver! A propósito de la costumbre de la cremación del cuerpo fallecido,
mi paisano Jacinto dice al respecto: “-¿Qué cosa?, ¿tá won?; ¿yo qué mal
tendría que haber hecho en vida para que me condenen a la hoguera? Si “estiro
la pata”, que mis restos sean puestos bajo tierra ¡y se acabó! No me lloren ni
me lleven flores ni digan discursos diciendo “era buena gente”; más bien lo que
quiero es que me ofrezcan amor y amistad hoy que estoy vivo. ¡Qué profunda la
filosofía de Jacinto!
El
miedo al alma
En Vito el alma es temida no sólo por los niños sino hasta por los mayores.
¡¡¡Mamallay!!! En los niños causa pánico la idea del alma porque la imaginación
infantil asocia el alma con el muerto que anda, con el condenado, con el fantasma,
con el espíritu, con la calavera, con la cabeza andante, con el mismísimo
diablo. ¡¡¡Mamallay!!! Recuerdo que cuando era niño, a partir de las 5 ó 6 de
la tarde, yo ya no era feliz en el pueblo debido a mis miedos al alma. Mis
hermanos mayores se aprovechaban de tal penosa situación mía, pues en algunas
ocasiones empezaban a relatar cuentos acerca del alma para infundirme más miedo
todavía. ¡¡¡Mamallay!!!
¿Qué el alma causa miedo sólo a los niños? Mentira. Recuerdo que mi padre
era “miedoso” a las almas. Cuentan que en una ocasión mi padre José regresaba
de la puna trayendo carne y la tarde le cayó en Huarancca, lugar más o menos
distante aún del pueblo. Aceleró los pasos a su caballo “Huiccro” debido a que,
como era propio en él a esas horas, sus miedos en relación a las almas se
acrecentaron cada vez más y maldecía que Evarista, mi madre, no estuviera ahí,
con él. Llegó a Sulcaymarca, lugar ya más próximo a Vito, cuando en eso vio que
el anciano Feliciano venía en sentido contrario a su camino. Hiccro se
encabritó como si a un alma habría visto, porque dicen que los animales, a diferencia
de las personas humanas, ven al alma. Mi padre no se percató de ese hecho y le
saludó muy atentamente a don Feliciano pero no halló respuesta y sin mostrar su
rostro el anciano se le cruzó. Habría caminado unos cien metros más, cuando en
eso José oyó el repicar fúnebre de las campanas del pueblo de Vito (que es el
tañer singular para anunciar que alguien en el pueblo había fallecido). Mi
padre, muy entrado en pánico y ya casi oscureciendo, sudando de terror, al fin
llegó a casa más rápido que un rayo y lo primero que hizo fue abalanzarse hacia
mi madre para cerciorarse que estaba en casa y en compañía.
Como era de esperarse, la obligada pregunta a mi madre fue: -¿Por qué redoblan
las campanas? –Es que don Feliciano, pobrecito, ha fallecido, fue la aterradora
respuesta de mi madre. ¡Qué!!! ¡Don Feliciano!!! ¡Si acabo de cruzarme con él
en el camin…. Ni bien terminaba decir esto mi padre se desplomó desmayado pues supo
que se había cruzado con lo que más le daba miedo en su vida: el alma.
¡¡¡Mamallay!!! Tardaron varios minutos para reanimarlo a mi padre que había
perdido sentido y estando ya en razón oró el Padrenuestro al derecho y al
revés, en castellano y en quechua; tardaron días para reconfortarse y no salió
de casa por varias semanas.
Yo he
visto al alma en persona. ¡¡¡Mamallay!!!
Sobre el asunto del alma no sólo he escuchado cuentos. En Vito he vivido
mi propia experiencia ¡He visto al alma! ¡¡¡Mamallay!!! Relataré más o menos
así. De niño era yo, como les decía, muy miedoso al alma. Mi idea del alma
estaba vinculada al muerto viviente, al condenado, al diablo, a quienes mi
imaginación graficaba con figuras aterrorizantes. A pesar que les suplicaba a
mis hermanos mayores que al anochecer no me relataran cuentos acerca del alma,
ellos lo hacían con más ganas y decían, entre otras cosas, que los ojos del alma brillaban como el fuego,
que eran luminosos. ¡¡¡Mamallay!!! Esta idea de que los ojos del alma brillan tenía
impregnada en mi mente infantil. En una ocasión, cuando ya era noche, estaba yo
en la puerta de mi casa luchando contra mis miedos porque mi hermano mayor
determinó contarnos otro cuento de almas como parte de un plan tenebroso de
darme al susto de mi vida. Teníamos dos caballos que estaban en el patio. Terminado
el cuento fúnebre uno de mis hermanos habría alumbrado a propósito con una
linterna al rostro de los dos caballos. Siendo la noche muy lúgubre y siendo
los caballos de color negro vi, al frente mío, al mismísimo alma, al diablo en
persona, pues vi aterrorizado cuatro ojos fulgurantes. ¡No era un alma sino dos!.
¡¡¡Mamallay!!! Grité en silencio, entré en pánico, sentí mis cabellos erizados
y ¡suácate!, perdí el conocimiento. Cuando volví en sí de mi desmayo, noté que mis
hermanos trataban de reanimarme echándome agua. No pude dormir toda esa noche,
ni las siguientes. El maléfico truco para asustarme era sencillo: si alumbras a
algún animal de noche (cuy, perro, llama, vaca, caballo, etc.) sus ojos brillan,
de color rojo, como los ojos del alma en los cuentos.